Cuando me pidieron dar clases de Actuación a alumnos que tenían apenas sus primeros acercamientos a este hacer: el actuar, mi respuesta sin pensarlo fue «sí, ¿cuando empiezo?» pero no me di tiempo para sentarme y reconocer la responsabilidad y la labor artesanal que estaba por comenzar en mi vida.
Fuentes hay varias, pero desde el principio fue inevitable, más que remitirme a las fuentes en papel, evocar a mis maestros, traer a mi piel para poder transmitir a la de ellos los ejercicios y enseñanzas de aquellos, los que me forjaron y a golpes de cincel me quitaron limitaciones, me moldearon el miedo (porque al teatro no hay que perdérselo, hay que saber usarlo), me abrieron la garganta y me enderezaron el cuerpo. Mi primera sorpresa fue el tributo interno que hacia ellos tuve, saberme malagradecida hasta ese instante, en esta primera sorpresa descubrí otro regalo que me hizo enamorarme más del teatro: descubrir esta conexión con los otros en el pasado mediato, inmediato o lejanísimo, porque el teatro no sería lo que es hoy (nada lo sería en realidad) si no fuéramos una consecución de enseñanzas y mejoramientos dados de una mano a otra, de unos labios a otros, este contacto de atrás hacia hoy y de hoy hacia adelante a través de lo humano es lo que nos hace mejores seres vivos…
Profundizar este trabajo intenso, este de abrir los brazos para llevar grupos que cierran los ojos y se ponen en tus manos, me ha dejado preguntas interesantes -y a veces angustiantes- como: ¿qué es lo que en realidad tengo que enseñar? ¿desde dónde lo enseño? y la más aterradora: ¿para qué diablos enseño esto y para qué coño quieren aprenderlo?. En afán de renovar esta respuesta a cada momento (porque el teatro está vivo) he encontrado llaves para ejercicios que han dejado silencios con rostros húmedos, profundas reflexiones, cuerpos y almas tocados y abrazos largos… me he encontrado a mi como un ser que tiene auto-desconfianza y que se olvida que, a pesar que la mente diga lo contrario, mi intuición inexplicablemente es el mejor camino y las sesiones lo demuestran.
Buscando insaciablemente metáforas para poder hablar sobre el proceso del actor, me he encontré una mañana con una imagen que me levantó de la cama: el actor como marioneta y marionetista al mismo tiempo, los hilos como energía y conexiones ancestrales de su propia vida, de sus propia historia, de las enseñanzas y técnicas que ha aprendido… hilos que conectan el ser con el expresar y esa marioneta no es más que el cuerpo, «el lienzo blanco» del que les hablo a mis alumnos (este lienzo me lo descubrió la meditación, no la actuación) por el que tenemos que forjar la habilidad de hacer pasar cuanta emoción y acción se necesite…
Cuando me dan la oportunidad de dirigir, de llevar un grupo con fines teatrales, es tanta la responsabilidad como la plenitud, como la explosión creativa que ocurre en mi, me quita el sueño y el cansancio, me eleva a otro nivel más allá… Descubro y vuelvo a descubrir dándome cuenta que nada está escrito, que todo es vacío, como el escenario, como la cámara negra, como la vida misma…
V.